Matar el agua

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Matar el agua

El agua tal como se encuentra en la naturaleza, no está apta para nuestro consumo ya que contiene microorganismos que son dañinos para nuestra salud y pueden provocar enfermedades como la hepatitis y el tifus”.

Con este mensaje choqué mientras buscaba información sobre los efectos del cloro en el agua, como mecanismo de desinfección para su potabilización.  Es de la Empresa de Servicios Sanitarios del Bío Bío y busca justificar un proceso en el cual se introduce en el agua gas de cloro disuelto, de propiedades germicidas.  Porque el hipoclorito de sodio, uno de los más utilizados, es en concreto un arma de destrucción masiva de microorganismos.  Un verdadero biocida.

Mucha literatura existe sobre los mecanismos que ha usado el ser humano históricamente para evitar los problemas sanitarios derivados de la ingesta de agentes patógenos o químicos peligrosos para la salud. La filtración del agua mediante arena, y su exposición a carbón activado y cobre, así como la ebullición, fueron algunas de las principales técnicas utilizados durante miles de años hasta que en la Inglaterra de mediados del siglo 19 se estrenó el cloro en las redes de suministro hídrico luego de la gran epidemia de cólera de 1854. En 1908 fue la primera vez en que el cloro se ocupó en Estados Unidos como medio continuo de desinfección, siguiendo los pasos de Alemania y Bélgica, entre otros países.

Por cierto que la cloración ha sido un relevante avance para mejorar las condiciones sanitarias en todo el mundo. Así lo reconoce la Organización Mundial de la Salud cuando señala que aunque no es una solución perfecta, debido a que no destruye todos los microorganismos, “es todavía considerado el mejor desinfectante disponible en situaciones de emergencia”.   Y la revista Life, en 1997, declaró que la filtración y cloración “es probablemente el más significativo progreso en salud pública del último milenio”.

Todo muy cierto, más aún cuando durante el siglo XX aumentaron en un 50 % las expectativas de vida en los países desarrollados producto de su uso y la Agenda 21 de la ONU apunta que “el 80% de todas las enfermedades y más de un tercio de los fallecimientos en los países en desarrollo se deben al consumo de agua contaminada”. 

Pero estas cifras no convierten en veraz la frase de Essbio que inicia estas líneas.  ¿Es posible señalar que el agua como se encuentra en la naturaleza no es apta para el consumo humano?

Está claro que en las grandes ciudades, donde existen grandes sistemas de almacenamiento y problemas producto de la densidad poblacional, puede ser necesario.  Sin embargo, tal no es la realidad de todo el país y por tanto no debiera ser impuesto a rajatabla, menos aún en lugares como Aysén donde aún en muchos territorios es posible beber agua limpia, natural.

Es necesario considerar que el cloro no solo elimina microorganismos nocivos para el ser humano sino todo tipo de seres vivos que quedan bajo su rango de acción.   El agua clorada es, en el fondo, agua muerta.  Algo incongruente con las enseñanzas de la naturaleza: el ser humano la consumió de esta forma durante todo su proceso de evolución, por tanto algún rol debe ejercer en nuestras características fisiológicas.  Por ejemplo, en el desarrollo de una sana flora intestinal, que tiene dentro de sus funciones la recuperación de energía y nutrientes, y la protección frente a la invasión por microorganismos exógenos.  Porque, querámoslo o no, el cuerpo humano está hecho para alojar otras microscópicas vidas.  Miles de años ensayo y error natural no pueden ser generadores de tanta equivocación.

Pero más allá de ello, más allá de obligarnos a beber agua estéril, el consumo de cloro está en entredicho por sus posibles negativos efectos en la salud.  La revista Scientific American ha consignado que “los opositores a la cloración apuntan a estudios que relacionan la exposición repetida al cloro en el agua con una mayor incidencia de cánceres a la vejiga, al recto y de mamas. El problema radica en la capacidad del cloro para interactuar con compuestos orgánicos del agua dulce creando trihalometanos (THM), que al ser ingeridos pueden fomentar el crecimiento de radicales libres que destruirían o dañarían células vitales del cuerpo”.  Junto al cáncer, la exposición a los THM ha sido relacionada con otros problemas de salud como asma, eccemas, enfermedades al corazón y las tasas más altas de aborto involuntario y defectos de nacimiento, relata la misma revista.

La Sociedad Canadiense de Cáncer agrega que “durante décadas investigadores han evaluado los efectos a largo plazo del uso del agua corriente clorada. La mayoría de los estudios han demostrado que cuando las personas están expuestas al agua clorada durante largos períodos de tiempo aumenta ligeramente el riesgo de cáncer a la vejiga. También algunos estudios han encontrado vínculos con el cáncer colorrectal, sin embargo se requieren más investigaciones para estar seguros de esta relación”.

El proceso de artificialización que ha impulsado el ser humano durante centurias para beneficio propio ha tenido efectos positivos pero también algunos negativos, para nosotros y para las más diversas especies. Hoy, como siempre, es necesario reflexionar sobre aquello, considerando que volver a lo natural se está convirtiendo cada día más en un imperativo fundamental.   Máxima elemental, incluso a pesar de los cantos de sirenas de algunos que desde los más variados espacios y roles nos quieren convencer que proteger la naturaleza y los ecosistemas está mal.

Algo que en Aysén es un aspecto fundamental cuando hablamos del tipo de región que queremos construir.

Publicada en El Divisadero